
La televisión es publicidad entre espacios de propaganda. Es gratuita porque el producto somos nosotros. Gratuidad que pagamos al convertirnos en potenciales consumidores de bienes e ideas. No nos venden, nos vendemos. Este es un tópico ya conocido que, con la irrupción de internet, y las empresas digitales de marketing como Google, Facebook, Instagram -por citar las más conocidas- parece aumentado y confirmado. Estas planetarias superagencias de publicidad se han empeñado en invertir millones de dólares en construir templos virtuales para que comulguemos en sus capillas. En la religión digital las aplicaciones son los nuevos sacramentos administrados para convertirnos en feligreses y así alcanzar la gracia de la inmortalidad, una vez disueltos por completo en datos almacenables.
Pero Shoshana Zuboff en su magnífica obra “La era del capitalismo de la vigilancia”, afina el tópico, cuando dice: “Ustedes no son el producto; ustedes son el cadáver abandonado. El «producto» es lo que se fabrica con el excedente que han arrancado de sus vidas». Porque a la religión del dato no le importan nuestras fotos publicadas, ni el texto que escribimos, sino el comportamiento que tenemos mientras recorremos su templo, nuestra conducta y forma de escribir, de publicar fotos, videos o emoticonos. La forma. No el fondo. El texto en la sombra. Lo que somos y no vemos. La historia que escribimos sin darnos cuenta de que la escribimos.
Nuestra identidad es narrativa. Somos historias. Un texto que se va escribiendo cada día y del que somos autores conscientes. Pero también – y allí está el peligro- vamos dejando un rastro, una huella de la que no somos conscientes, y ese texto queda registrado en la sociedad de la vigilancia a través de las cámaras que nos graban, los dispositivos que nos monitorizan, el ojo omnisciente del templo digital que registra toda nuestra actividad. Corremos el riesgo de que sean otros los que conozcan nuestra historia mejor que nosotros porque hemos dejado de ser autores de nuestro texto; y de que sean los algoritmos quienes escriban nuestro comportamiento una vez nuestra vida se ha cosificado, convertida en una colección de datos vendibles.
Intriga el texto en la sombra. Nuestra vida en el subsuelo de la que no somos conscientes. Lo que no se ve. Porque la religión del dato quiere a sus feligreses tan transparentes como opacas las estancias y laberintos donde los sumos sacerdotes ocultan el corazón de silicio del templo. Un corazón maquinal y sin sentimientos pero que se nutre de nuestras emociones, errores y búsquedas. No solo eso, porque también propicia las condiciones necesarias para que hagamos lo que los algoritmos predicen que vamos a hacer. «En nuestra vida diaria, vamos dejando migas de pan digitales: registros digitales de las personas a las que llamamos, los lugares a los que vamos, las cosas que comemos y los productos que compramos. Ese rastro de migas cuenta una historia más concreta de nuestras vidas que nada de lo que podamos revelar conscientemente de nosotros mismos. […] Las miguitas digitales […] dejan constancia de nuestro comportamiento tal como este haya sido”, dice Zuboff recordando las palabras de un un sacerdote de los datos llamado Álex Petland. No somos nosotros quienes les importamos, sino el texto que escribimos como consumidores, la memoria inconsciente que vamos dejando en el subsuelo y que engorda con la memoria registrada de millones de otros, porque la máquina necesita miles de millones de datos para optimizar sus predicciones y afinar sus resultados. No les importamos. “La personalización” es un cebo para cazar en la sombra, acomodarnos a sus predicciones, eliminar nuestros azares y vaivenes.
«La dificultad en calcular la órbita de una mosca no prueba el azar, por mucho que sí pueda imposibilitar probar nada más», dijo el precursor de la teología digital, el profesor Skinner. Porque lo que detestan es la excepción, la singularidad, la ilógica, la contradicción, la espontaneidad, la extrañeza y lo discordante. La azarosa órbita de las moscas que les gustaría predecir.

Todo buen profesor debería recordar a sus alumnos las palabras que don Fulgencio, en la obra de Amor y pedagogía de Unamuno, recomienda a su alumno Apolodoro:
“Extravaga, hijo mío, extravaga cuanto puedas, que más vale eso que vagar a secas. Los memos que llaman extravagante al prójimo, ¡cuanto darían por serlo! Que no te clasifiquen; haz como el zorro, que con el jopo borra sus huellas; despístales. Se ilógico a sus ojos hasta que renunciando a clasificarte se digan: es él, Apolodoro Carrascal, especie única”.
Nuestro texto en la sombra debería servir para un guión inclasificable e impredecible. ¿Acaso no estamos viviendo de una forma impredecible desde hace ocho meses? Si estamos construidos con la materia de una espora, de un soplo de viento; si somos una lucecita de luciérnaga orbitando azarosamente en un jardín, acudamos al templo del dato, pero conscientes de que si un virus nos azota vamos a necesitar camas de hospital y manos que nos ayuden, y no logaritmos que nos escriban.